Presentación de Del Mediterráneo al Plata
en Books & Books de Coral Gables
FRAGMENTOS DE LOS COMENTARIOS DE LA ESCRITORA CARMEN DUARTE
EN OCASION DE PRESENTAR DEL MEDITERRANEO AL PLATA
"Isabel García Cintas tuvo la valentía de escribir su historia familiar (utilizando) los nombres originales de sus bisabuelos, abuelos, padres y tíos para recrear las anécdotas que durante años le contaron los mayores. Sorprende la sinceridad con que ha mostrado a sus familiares. Ella habla de sus amores y desamores, de pugnas familiares, celos, abandonos, reencuentros, prohibiciones y tiranías familiares. En conclusión, ha logrado crear personajes de carne y hueso, con defectos y virtudes. La sinceridad es muy difícil de lograr cuando se trata de un testimonio familiar porque al hablar de seres queridos, se corre el riesgo de escribir una historia triunfalista o idílica, pero este no es el caso."
"...La forma en que Isabel ha abordado estas anécdotas, la ha llevado a construir personajes veraces, con una psicología definida. Por otra parte, la narración amena y colorida, salpicada de costumbrismo, con que la autora recrea el material que le llegó, nos remite al género de la novela irremediablemente. Si ella no nos aclara que estas son historias reales, pensaríamos que estamos leyendo un texto de ficción porque no se trata de personajes famosos que todo el mundo conoce."
" Como toda buena obra de arte, este es un libro que va de lo particular a lo general. (Sus) personajes están inmersos en la problemática social e histórica que les tocó vivir y sus razones para emigrar son básicamente motivadas por la convulsión social que vivió Europa desde finales del siglo XIX. También, la autora abunda en la historia argentina de principios del siglo XX, ubicando a estas familias de inmigrantes que vienen a América en busca de un futuro mejor."
EN OCASION DE PRESENTAR DEL MEDITERRANEO AL PLATA
"Isabel García Cintas tuvo la valentía de escribir su historia familiar (utilizando) los nombres originales de sus bisabuelos, abuelos, padres y tíos para recrear las anécdotas que durante años le contaron los mayores. Sorprende la sinceridad con que ha mostrado a sus familiares. Ella habla de sus amores y desamores, de pugnas familiares, celos, abandonos, reencuentros, prohibiciones y tiranías familiares. En conclusión, ha logrado crear personajes de carne y hueso, con defectos y virtudes. La sinceridad es muy difícil de lograr cuando se trata de un testimonio familiar porque al hablar de seres queridos, se corre el riesgo de escribir una historia triunfalista o idílica, pero este no es el caso."
"...La forma en que Isabel ha abordado estas anécdotas, la ha llevado a construir personajes veraces, con una psicología definida. Por otra parte, la narración amena y colorida, salpicada de costumbrismo, con que la autora recrea el material que le llegó, nos remite al género de la novela irremediablemente. Si ella no nos aclara que estas son historias reales, pensaríamos que estamos leyendo un texto de ficción porque no se trata de personajes famosos que todo el mundo conoce."
" Como toda buena obra de arte, este es un libro que va de lo particular a lo general. (Sus) personajes están inmersos en la problemática social e histórica que les tocó vivir y sus razones para emigrar son básicamente motivadas por la convulsión social que vivió Europa desde finales del siglo XIX. También, la autora abunda en la historia argentina de principios del siglo XX, ubicando a estas familias de inmigrantes que vienen a América en busca de un futuro mejor."
TEXTO DE MI PRESENTACION
Books and Books of Coral Gables - 9 de noviembre de 2013
Quiero dar las gracias a la escritora Carmen Duarte por un comentario tan elogioso. Gracias a Mónica Prandi, directora de Letra Urbana, por ofrecerme la oportunidad de presentar mi libro en esta prestigiosa librería. También al Centro Cultural Argentino por compartir este auspicio, lo que es un honor para mí. Y gracias a cada uno de ustedes, por acompañarme esta tarde. Este apoyo personal tiene un gran valor para mí, una escritora independiente que se ha lanzado a publicar hace poco tiempo.
Es una nítida memoria esa que conservo de un día de noviembre de 1974. Frente a nosotros la escalinata de un avión una mañana de sol, de espaldas al edificio del aeropuerto internacional de Ezeiza en Buenos Aires. Nos veo subiendo lentamente al bimotor, que debe haber sido un DC-3, ya viejo, dos años después de casarnos. Pero esta vez no vamos a una de esas largas giras acampando en distintos puntos del país, que hacíamos por rutas inhóspitas de ripio y belleza natural, porque estamos emprendiendo la primera gran aventura de nuestra vida.
A través de la borrosa ventanilla del viejo avión, vemos al puñado de seres queridos que fueron a despedirnos, agitando brazos y ahogando lágrimas, mientras los motores rugen y salimos, raudos, hacia Asunción del Paraguay. No tenemos miedo por lo que vendrá. Apenas el nudo en la garganta de la despedida, y la embriagante adrenalina de todo lo desconocido que nos espera en los próximos años. Es que somos dos aventureros confesos, y así nos reconocimos desde tiempo atrás en largas charlas hasta la madrugada en cafés y pizzerías baratas de Buenos Aires. Entre libros de estudio, cine clubs y un romance que todos juzgaron que no podía ser, pero fue. Y será en las décadas por venir, aunque todavía no lo sepamos, sentados en este avión.
Hijos y nietos de inmigrantes, él y yo aceptamos sin discusión que llevamos los genes de los cientos de caminantes que nos precedieron en nuestras respectivas líneas familiares. Esos genes nómades, que poblaron Europa y América, y que ahora, en nosotros, nos urgen a salir, ver qué hay más allá, vivir las experiencias exhilarantes de lo nuevo.
El aeropuerto de Asunción es una difusa memoria de colores, música y formas. Puestos de hermosas prendas bordadas con esa habilidad de las manos de las nativas cuñataí, cestos de naranjas brillantes y tentadoras, un aeropuerto pequeño y sencillo pero mágico por su contenido. Después, en via hacia el oeste, el paso sobre un misterioso ojo de agua cristalino y azul allá abajo. Es el Lago Titicaca, nos informan.
Después, emocionados, pasamos por primera vez sobre las nevadas cumbres de la cordillera de los Andes. El avión es ruidoso, los oídos sufren la presión, pero no mucho. Llegamos a Lima, donde nos hospedan durante dos días en el Hotel Alcázar. Bella y tradicional Lima, con el olor a frituras en las calles, los balcones coloniales de madera, el increíble Museo de Historia y Antroplogía, nuestro primer baño fugaz en las aguas heladas del Océano Pacífico... Y un inolvidable desayuno en que las mesas tiemblan, los vasos se golpean, las sillas se mueven bajo nosotros y los mozos del comedor del hotel circulan calmando a los desesperados huéspedes, presa del pánico de vivir el primer temblor de tierra de su vida. Pero no nos derrumbamos en una pila de mampostería y gente hasta la planta baja, como yo temía durante esos largos segundos.
Dejamos Lima en un avión más grande, un Boeing 707 de Air France, nuevo, para vivir el atardecer más largo de nuestra vida sobre el Pacífico. Nosotros siguiendo al sol, que se clavó, en forma magnífica allá adelante, negándose a bajar y desaparecer en el horizonte, como sabíamos que debería hacerlo. Después la escala en Tahiti, ya de noche, en una Polinesia francesa llena de misterio y gente exótica. Empleados de las aerolíneas luciendo camisas y corbatas, sobre unas polleras floreadas desconcertantes. La belleza del hotel en la playa de Papeete donde nos llevaron a pernoctar, con sus búngalos de paja, sus lámparas de aceite brillando en la noche, las estrellas inmensas allá arriba y los caracoles serpenteando por los senderos del jardín, buscando su cena, tal como nosotros buscábamos el tiki bar y restaurante.
Al día siguiente subimos al avión más extraordinario que habíamos visto. Fue una sorpresa aquella nave de Air New Zealand, con sus cinco hileras de asientos en medio, y dos hileras laterales contra las ventanillas. Recuerdo su blancura y su iluminación. Tiene dos pisos!, fue el cuchicheo de nuestro maravillado grupo de sudamericanos emigrando a Australia. Ya en Aukland, la capital de Nueva Zelandia nos guían al penúltimo avión de nuestra jornada, otra magnífica nave, ahora de Quantas. La llegada a Sydney y el trasbordo para hacer el último tramo, en un avión de Ansett, la empresa de cabotaje australiana. Luego de una hora de turbulencia en el aire, aterrizamos en nuestra meta, Melbourne.
Todo allí fue nuevo, asombroso. Un inglés difícil de entender a pesar de mis cinco años cursados en el instituto americano. No sabíamos qué esperar, pero habíamos llegado a un país organizado y culto que nos dio una bienvenida increíble, ofreciéndonos hospedaje, comida, servicios médicos y legales y cursos de inglés, todo gratuito. Pero por supuesto, él y yo no lo aceptamos, porque quisimos integrarnos a la vida local de entrada, nomás, así como siempre habíamos elegido la desconocida ruta sin pavimentar. Y los altos precios que pagamos por ello. A pesar de la adaptación, los nuevos amigos, los momentos gratos y los trabajos a gusto, la nostalgia fue una constante, como una sombra al acecho. La belleza de los viajes y paseos fueron neutralizados por las tragedias que nos tocó vivir lejos de la familia. La inesperada muerte de mi suegro y la inconsolable pérdida del primer embarazo. La felicidad de tener a mis padres visitándonos durante un par de meses y la agonía de que un año después de despedirla en el aeropuerto, mi madre muriera repentinamente en Córdoba, días antes de comprar nuestros pasajes para regresar a la Argentina.
Fueron tres años en Melbourne. Iban a ser dos, pero nos quedamos tres. Él se hubiese quedado más, pero yo no pude. Yo no pude con mi nostalgia por la tierra y por la gente que dejé. Él no pudo escuchar más tangos ni folklore en casa, para no verme otra vez derrumbada, en una pila de lágrimas. Viajamos mucho, trabajamos más, e hicimos muchos amigos. Pero aunque todos los que llegaron en el chárter con nosotros se adaptaron, yo sólo quería regresar. Ahí comencé a valorar cuánto coraje y fortaleza de espíritu tuvieron aquellos antepasados, enfrentados a la certeza de no poder volver. Qué felicidad fue bajar de aquel barco en el querido puerto de Buenos Aires.
Diez años después, cuando emprendimos nuestra segunda experiencia emigratoria, de la Argentina a los Estados Unidos, fue con menos dolor y con menos desarraigo, preparados de antemano gracias a la experiencia previa.
Recién cuando nos radicamos en el sur de Florida hace doce años, pude dedicarme a mi vocación, escribir, algo a lo que no le di lugar antes porque estaba muy ocupada trabajando y viviendo. Y por haber vivido y experimentado todo eso que conté recién, es que cuando mi marido, quien me conoce más que nadie en el mundo, me sugirió que escribiera la historia de mis abuelos, estaba madura para hacerlo. Seguí su consejo, y basándome en todas esas páginas de apuntes de historias familiares que llevaba conmigo desde la infancia, y que habían crecido respetablemente con los años, pude escribir el libro que hoy estoy presentando.
Del Mediterráneo al Plata es una novela que cuenta la odisea de las familias de mi padre y de mi madre. Son las historias que escuché desde niña, repetidas una y otra vez por mis mayores. La versión que yo recibí de ellos es la que pasé con todo respeto y cariño, conociendo a cada personaje lo suficiente como para imaginar los diálogos y las situaciones. Llevó mucha investigación, porque quise plasmar lo que había escuchado en una narrativa sustentada por un real hilo histórico y geográfico. Para mi sorpresa, encontré que la tradición oral que me llegó se ajustaba a la realidad, que las épocas coincidían con hechos y personajes conocidos. Lo que me confirmó la importancia de pasar nuestras tradiciones, aunque sea verbalmente, a nuestros descendientes. Todas nuestras historias merecen ser contadas, pues componen la experiencia global de la familia, son las raíces que les damos a los que vienen. Aunque ninguno de los antepasados hayan hecho algo célebre o digno de una condecoración, aunque no hayan ganado ni fama ni fortuna. Nosotros somos las ramas de ese árbol, y llevamos la misma savia familiar de los que nos precedieron. Este libro está dedicado a mi hija, mi nieta y mis sobrinos desparramados por todos los puntos cardinales del mundo. Para que ellos continúen de alguna manera la historia.
Ahora les leeré dos breves fragmentos de la novela. El primero pertenece a Los Italianos y es tomado del primer capítulo del libro, Una Historia de Amor casi Imposible. Antes de comenzar quiero destacar que hubo una comunicación telepática o algo así con Carmen Duarte. Ella ha leído exactamente el fragmento que yo he elegido hoy para leer. Qué coincidencia. Pero por suerte no lo ha leído todo, de modo que yo puedo completarlo. Es un diálogo entre mis bisabuelos maternos, Filomena y Carmelo, allá por 1870 y tantos, cuando eran novios a escondidas en Calabria. Él era un humilde guardabosques y ella una señorita de clase media.
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“Filomena y él se amaban cada día más, pero ella debía superar incontables obstáculos para poder verlo. En público debían ignorarse ostensiblemente porque un error sería reportado de inmediato a los padres de ella por alguna de las innumerables chismosas del pueblo, quienes disfrutaban sabiendo del frustrado romance.
Fue por entonces que su amada, la mujer que por la fuerza de voluntad y valor que mostraba lo merecía todo de él, le dio una prueba contundente de su amor.
–Carmé –le dijo un día, después de haber estado abrazados un largo rato en su preferido escondite, la piedra frente al Monte Pollino, rodeados de las flores silvestres de la primavera y el trino de los pájaros organizando sus nidos–. Carmé, quiero que sepas que si no podemos casarnos, no voy a casarme con nadie.
Él la miró con ternura; pocas veces su amada hacía promesas. Ella prosiguió, mientras saludaba con la mano a Berta y Doménica, que discretamente charlaban sentadas unos cien metros más abajo y que con su presencia justificaban las salidas para los encuentros furtivos.
–Ayer hablé con mis padres y con los tíos Grimaldi, aprovechando la cena de cumpleaños de Tata. Los reuní a todos y les dije que había decidido declararme soltera. Que no me busquen más candidatos. No voy a casarme nunca. Seré solterona y feliz de serlo, si es que así podemos seguir queriéndonos tanto, aunque sea de lejos.
Conmovido, él la abrazó fuerte, con ganas de llorar y gritar de odio por la injusticia de quienes los obligaban a una vida de miseria, con pocos momentos felices de encuentros furtivos que no llevaban a nada y que serían cortados apenas los Demarco se enteraran de los engaños. Ella suspiró, acariciándole la mano, pensativa.
–Sabes, los Grimaldi se van. Mi tío no tiene trabajo y está furioso con la unificación que ha dejado a varios estados afuera de la nueva Italia. No ve futuro y como varios amigos suyos se van a la Argentina, él también presentó una solicitud para toda la familia. Mamma está triste, ella se lleva bien con sus primas y ahora se irán todos, hasta los hijos.
Carmelo no respondió de inmediato. Todavía emocionado por la declaración de soltería de ella, apenas podía concentrarse en esa gente desconocida que, como tantos otros, estaban huyendo de la patria, como decía su padre, cobardemente, abandonando la tierra que los vio nacer.
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La vida continuó por un tiempo entre encuentros furtivos alternados con notas de amor llevadas a uno y otro por Doménica y Giuseppe. Hasta que un domingo, en la mesa, Mamma y Tata anunciaron que habían decidido seguir a los Grimaldi a la Argentina. Los tíos ya estaban ubicados en Rosario, una ciudad fabulosa, al norte de Buenos Aires, junto al Río Paraná, que recibía con los brazos abiertos a los miles de italianos que llegaban y en la que, para todo uso práctico, el italiano era el idioma local. La noticia fue un balde de agua fría para Carmelo. Ella lloró en sus brazos un largo rato, escuchando con cariño el latir acelerado del corazón de él, que parecía querer saltársele del pecho. Cuando se calmó un poco, la separó de sí y, mirándola a los ojos con esos carbones encendidos de los suyos le prometió seguirla donde fuera, así la llevaran al fin del mundo. Porque él sabía que ella no iba a desafiar a la familia para quedarse en Castrovillari sola. Pero él no podía pensar en una vida sin ella.
Esa misma noche Doménica vino a la casa antes de la cena con una excusa tonta y en un aparte le dio un mensaje de él. Le pedía verla al día siguiente. Acudió a la cita, nerviosa, acompañada por Berta. Él las esperaba caminando de un lado a otro frente a la piedra habitual. Berta se quedó atrás, discreta.
Con voz agitada y nerviosa Carmelo le dijo a Filomena que al día siguiente iría a buscar los papeles para emigrar a la Argentina. Como era una sola aplicación y él no tendría que sufrir las demoras de desprenderse de casa y pertenencias pues no tenía nada propio todavía, confiaba en que el trámite saldría pronto y viajaría antes que los Demarco. Una vez en Rosario la esperaría trabajando y haciendo un futuro para ambos. Mientras él hablaba, ella, hechizada, leía en sus ojos la intensidad del amor con que él le correspondía. Hablaba de dejar todo lo que tenía ahora, las promisorias perspectivas con los commendatore del pueblo y abandonar el futuro casi cierto de escalar posiciones a pesar de su humilde origen, para seguirlos a ellos a una tierra remota, que, aunque tuviera las calles empedradas en oro como muchos aseguraban, era un salto al vacío, un sacrificio inmenso. Nada pudo disuadirlo.
–Quiero escuchar de tu boca, que me lo digas frente a frente, que no quieres que vaya yo también adonde te lleven.
–¿Cómo puedo decirte esa mentira? –lloró ella, y le confesó que sí, que era tan egoísta que no deseaba nada más en el mundo que estar cerca de él, y que si ella se marchaba sola era para morir por dentro, porque nadie iba a suplantarlo jamás.
–Eso es todo lo que quería escuchar. Ya está decidido. Cuando me marche te escribiré, te contaré todo lo que esté haciendo. Ya hablé con Giuseppe. Doménica te va a pasar las cartas y despachará las tuyas. Te aseguro que en América las cosas no van a ser como aquí. Allá la gente es distinta y te prometo que cuando nos veamos otra vez va a ser para unirnos para siempre. No tengo dudas.”
Y así fue. Y tuvieron un casamiento bastante original en la nueva tierra. En el libro no pude dejar de poner la fotografía que les tomaron el día de sus Bodas de Oro a mis bisabuelos, acompañados de la familia que fundaron, en Rosario, y en la misma casa grande en la que criaron a todos sus hijos.
El siguiente fragmento pertenece al capítulo El Misterioso Vagabundo, y sucede en el viaje que hace mi abuelo paterno, Luis, desde Cartagena, en España, a Buenos Aires. Ha dejado en su ciudad natal a su esposa y sus dos hijitos, María y Paco, para llamarlos cuando se establezca en Buenos Aires. Paga su boleto trabajando como sereno y ayudante de carpintero a bordo. Durante el viaje encontró a un polizón joven, portugués, muy culto y con ropas caras pero en un miserable estado, durmiendo en la bodega. Se apiadó de él y le dio alimento y albergue durante el viaje. El diálogo transcurre en la cubierta del barco noruego en el que viajaban, antes de llegar a Brasil, y lo elegí pues pinta de cuerpo entero a mi abuelo paterno, un español de pura cepa, de buen corazón, honorable y orgulloso hasta la terquedad.
“Quedan callados por unos minutos. Luis no quiere entrometerse, pero tiene curiosidad por saber cómo ascendió al vapor sin ser visto.
–Dime, ¿Quién te dejó subir y en qué puerto? Puedes decírmelo ahora, yo voy hasta Buenos Aires y no soy de la tripulación. Estoy pagándome el pasaje. No voy a delatarte, ya te diste cuenta.
Joäo vacila y luego parece decidirse.
–No es cierto que perdí todo lo que tenía. Vendí un par de joyas de la familia que me pertenecían y con eso pude pagarles a dos marineros para que me dejaran subir de contrabando –aspira hondo y lo mira de frente–: Luis, le voy a confesar que hay otro polizón que subió junto conmigo, en Málaga fingiendo, como yo, ser cargador y anda escondido por la proa del buque. No lo conozco ni quiero saber quién es. No le vi la cara. Estábamos ocultos y nos hicieron pasar de a uno. Después de todo lo que ha hecho usted por mí, no puedo mentirle. Pero no me pida que le dé nombres. No voy a delatar a quienes me ayudaron.
–Vaya, que eres audaz y valiente. Supongo que soltero todavía.
–Sí. Aunque estuve prometido, años atrás… en Lisboa, antes de la revolución.
–Con una muchacha de rango, me imagino –aventura Luis, curioso por saber un poco de la historia del otro, que está descubriendo es más rica y enmarañada de lo que pensaba.
Joäo duda, y cuando Luis enciende otro cigarrillo extiende la mano pidiéndole uno.
–Voy a mostrarle algo –dice bajando la voz, aunque sin necesidad, ya que con la música es imposible escuchar nada a tres pies de distancia. Hurga en el ajado pantalón y saca una pequeña pitillera de baquelita que, cuando la abre, en vez de tabaco tiene una pila de tarjetas de presentación–: Este es mi nombre completo –dice, mirando alrededor, y extendiéndole una.
Luis la toma y lee el nombre, escrito en letra dorada, bajo un escudo que no sabe identificar.
–Joäo Alfonso Jaime Xavier Sergio de Bragança, Vizconde de Guimarães e Ourem–. Levanta los ojos y lo mira con sorpresa y duda–. ¿Es éste tu nombre verdadero? ¿O estás jugándome una broma?
–No. No es broma. Soy primo segundo de Su Majestad –dice con el rostro serio, tomando la tarjeta de vuelta–. Pero esto quedará entre nosotros, ¿prometido?
–Claro que sí, qué sorpresa me das, nunca lo esperaba… –vacila, dudando si debe dirigirse a él con otro tratamiento que tú, ya que es un noble, pero lo deja de lado de inmediato–. Ahora entiendo que vayas a reunirte con tus familiares…
–Mis hermanos y dos primos están en Brasil… Esperaremos allí a que la situación sea favorable para regresar. Nunca dejaremos de intentar recuperar la corona.
–Supongo que sí, y te deseo buena suerte, después de tantas peripecias.
–Ya le dije, Luis, la república no tiene futuro. Mire a Francia. Solo le trajo destrucción.
Luis se vuelve a apoyar en la barandilla, y mirando a la infatigable orquesta de tres que ahora ensaya un desentonado vals vienés, expele el humo del cigarrillo despacio, pensativo.
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El transatlántico ya está cerca de la costa sudamericana, y Luis, que ha esquivado a Joäo durante dos días, se cruza con él inesperadamente en la cubierta.
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–Luis, dígame, ¿qué ha resuelto? ¿Va a bajar conmigo en Río de Janeiro como le pedí?
–Ay, es una oferta tentadora, hijo. Pero no, te lo agradezco mucho. No la voy a aceptar.
– ¿Por qué no? Usted no tiene a nadie esperándolo en la Argentina. ¿Qué más le da bajar en Brasil y hacer fortuna allí? Déjeme devolverle un poco de lo que ha hecho por mí a bordo, Luis, no pierda esta oportunidad. Con mi familia y conmigo usted va a estar siempre bien, se lo aseguro.
Luis vacila otra vez, y no por indecisión. No quiere ofenderlo. Él ha meditado mucho la oferta de su joven amigo, dudando por momentos. Pero el recuerdo de su dependencia en la casa de los marqueses de Torre Pacheco le trae a la realidad. Él no va con la nobleza. Le cuesta dejar sus convicciones de lado por un beneficio económico. Ya lo ha probado sin éxito.
–Mira, te seré sincero, tengo todas mis herramientas en una caja en la bodega. No puedo bajar sin ellas.
Y es verdad, no le está mintiendo. No quiere perderlas por nada.
– ¿Sus herramientas? Podrá comprar mejores en Brasil.
–Son un regalo de la familia. Valen mucho para mí. No puedo desprenderme de ellas.
–En ese caso, claro que no, es cierto, no puede dejarlas. Las mandaremos a buscar a Buenos Aires, cuando el barco llegue. Yo enviaré a alguien a que las retire del puerto y nos las mande a Rio. Luis, le aseguro que no va a perderlas.
Luis suspira profundamente. Tiene que hacerle ver que no va a seguirlo, y adopta un tono de voz más determinado, más severo.
–Aun así. Yo creo que mi futuro está en Buenos Aires, hijo. Algo me dice que tengo que ir allí, y no a otro lado. Gracias otra vez. Aprecio mucho tu oferta, no sabes cuánto.
–Luis, por las dudas, si es que las cosas no son como usted espera –dice Joäo, sacando la pitillera que Luis sabe contiene el pequeño mazo de tarjetas color crema con un escudo al tope– tome. Aquí le he escrito la dirección donde voy a parar. Si es que no le va bien, si Buenos Aires no es lo que espera, Luis, por favor, escríbame dos líneas y mandaré a buscarlo inmediatamente.
Lo mira a los ojos mientras extiende el pequeño trozo de cartulina con un garabato escrito en lápiz atrás.
– ¿Me lo promete?
–Pues sí, chaval, te lo prometo. Me emocionas, te lo aseguro, porque veo que es una oferta sincera.
Joäo guarda cuidadosamente la cajita, y le extiende una mano que Luis estrecha con fuerza.
Una vez que han descendido los pasajeros en Río y los movimientos de carga y descarga están finalizados, comienzan a subir los pocos que harán la ruta hasta Buenos Aires. Luis se acerca a la zona de cubierta donde ya están preparados los oficiales para recibir a los viajeros y con sorpresa ve que su amigo está todavía a bordo.
– ¿Qué haces aquí?
–Sabía que usted iba a venir por acá antes de zarpar. Me quedé rezagado por las dudas se arrepintiera de no haber bajado conmigo. Pero veo que no trae su maleta. ¿Se queda, entonces?
Luis menea la cabeza sonriendo con incredulidad, y también con pena.
–Me quedo. Pero te prometo que si las cosas cambian, tendrás noticias de mí.
–Cuídese, Luis. Espero verlo otra vez, y pronto.
–Vale, hombre –responde él, conmovido–. Baja, antes de que alguien sospeche. Ya has estado expuesto bastante tiempo. Buena suerte con tu familia. Cuídate.
Lo mira bajar y cuando desde la explanada el joven lo saluda con la mano en alto, él le responde.
Joäo es el primer amigo que ha hecho en su jornada, y va a echarlo de menos.”
Esa tarjeta, según contaba mi padre, estuvo en la familia por décadas, y ni aún en los peores momentos que vivieron como inmigrantes, que fueron unos cuantos, el abuelo Luis pensó en cobrarse la deuda que tenía con el joven portugués. La tarjeta se perdió en una de las mudanzas antes que yo nazca.
Para cerrar, no puedo dejar de comentar que cada línea que escribí de esta novela fue con una certeza y una decisión tal, que para mí fue inevitable sentir que de alguna manera, mis abuelos me acompañaban escribiéndola. A propósito, les comento una coincidencia de la que hace un par de semanas me di cuenta: Hoy se cumplen 61 años de la muerte de mi abuelo materno. Qué casualidad que yo esté presentando hoy su historia aquí.
Hace poco leí que alguien dijo: Recuerden que los abuelos no mueren, solo se hacen invisibles.
Espero que ustedes disfruten de este libro tanto como yo disfruté las largas horas y los dos años y medio que me llevó completarlo. Muchas gracias.