LA CASA VIEJA Y OTROS RELATOS
Dos hermanas que experimentan un fenómeno de comunicación a la distancia; una mujer que se prepara para encontrarse con su pasado y lo que pudo haber sido y no fue; el misterio de la grácil figura femenina que enamora a un joven en la laguna cordobesa de Mar Chiquita; una mujer que paga caro el ser la otra en un triángulo borrascoso; un romance de estudiantes en el marco del Buenos Aires de los años 60s y dos profesoras en una pequeña ciudad de Ohio que intentan superar la sombra de una traición del ayer.
*MEDALLA DE ORO, SPANISH CATEGORY, EN EL 2016 FLORIDA BOOK AWARDS,
AUSPICIADO POR FLORIDA STATE UNIVERSITY
*PRESENTADO EN LA FERIA DEL LIBRO DE MIAMI 2016
EL SABADO 19 DE NOVIEMBRE
*HONORARY MENTION EN EL 2016 INTERNATIONAL LATINO BOOK AWARDS,
LOS ANGELES, CALIFORNIA
*MEDALLA DE ORO, SPANISH CATEGORY, EN EL 2016 FLORIDA BOOK AWARDS,
AUSPICIADO POR FLORIDA STATE UNIVERSITY
*PRESENTADO EN LA FERIA DEL LIBRO DE MIAMI 2016
EL SABADO 19 DE NOVIEMBRE
*HONORARY MENTION EN EL 2016 INTERNATIONAL LATINO BOOK AWARDS,
LOS ANGELES, CALIFORNIA
La tormenta de sal (fragmento)
Matías ajustó su pequeña mochila al hombro, levantó los anteojos de sol y bajó las escaleras del hotel. En la recepción dejó las llaves a la portera.
-La cena es de siete a once -dijo ella
-Gracias -alcanzó a responderle, antes de salir al sol calcinante.
Sus compañeros de la universidad todavía no habían llegado a Miramar, pero como él tenía dos días libres antes de comenzar el proyecto, decidió aprovecharlos. El calor en la planicie donde está la laguna de Mar Chiquita no había amainado desde antes del mediodía, cuando bajó del ómnibus. Pero eso no le molestaba después de un par de trabajos de campo en la cordillera, donde el frío le había taladrado los huesos.
La playa estaba como siempre, llena de turistas que alternaban entre los baños de barro termal, las inmersiones en las pesadas aguas salinas y el refugio temporario de las sombrillas, para volver a la rutina del tratamiento. Bandadas de aves cruzaban a menudo por la zona, en un concierto de alas batientes, colores, chillidos o cacareos que llamaban la atención, fascinaban a los niños y motivaban a los fotógrafos aficionados.
Matías caminó largo rato buscando un sitio alejado y se tendió al sol, que reverberaba sobre la arena desde un cielo celeste blanquecino.
Enumeró mentalmente los pasos que iba a seguir con el grupo de trabajo para relevar el estado de las aguas y el caudal del afluente de la laguna, pero con la languidez de la tarde, el almuerzo reciente y el cansancio atrasado fue cayendo en un letargo liviano y grato.
De pronto sintió que alguien se reclinaba a su lado. Al abrir los ojos se encontró con un rostro bellísimo, enmarcado por una cabellera larga color castaño y una mirada verde profunda que lo escrutaba con atención. Todavía adormilado, se incorporó a medias y la vio retroceder levemente, sonriendo. Un estremecimiento lo recorrió entero y Matías se restregó los ojos.
-¿Sí? -preguntó, todavía un poco somnoliento, esperando que ella dijera algo.
Pero la mujer desapareció. Miró a su alrededor, ahora alerta, y notó que casi todos los turistas se habían marchado de la playa y los más cercanos se encontraban a metros de distancia. Era evidente que había dormido un largo rato.
Apoyó la cabeza sobre la toalla y, ahora bien despierto, se preguntó qué habría sido esa imagen tan clara que apareció frente a sus ojos, dudando de que fuese un sueño. Imaginó que con el intenso calor, bien podía estar insolándose y la muchacha ser un espejismo. Decidió buscar un lugar a la sombra y encontró un pequeño bar al aire libre, bajo los árboles. Mirando alrededor, con la inexplicable sensación de que tal vez podría encontrarla, pidió un jugo de frutas. No comprendía por qué se sentía tan inquieto. Seguramente había sido un sueño motivado por el intenso calor, que él había subestimado. En el espejo del bar notó que el sol lo había dorado bastante y con el tono de la piel su cabello parecía aún más claro. Por fin se encaminó al hotel para una cena temprana, todavía frustrado por la indefinible sensación de la extraña experiencia.
Cruzó las calles del pequeño centro comercial de la ciudad, al atardecer repletas de turistas. Revisó sin mucho interés algunos libros y en uno de los negocios de artesanías regionales se interesó un momento en una mesa con estatuillas. Una de ellas llamó su atención. La levantó, un poco sorprendido. Se trataba de una esbelta mujer cincelada en una madera clara, de unos veinte centímetros, pero lo que capturó su interés fue el rostro, familiar, y la cabellera que bajaba hasta los hombros.
Estoy volviéndome loco, debe ser la insolación, se dijo. Porque el rostro de la estatuilla se parecía notablemente a la mujer de la playa. La miró por largo rato encontrando detalles que no había llegado a ver antes; el busto erguido, la cintura esbelta y la falda que caía sobre la curva perfecta de las caderas para llegar a unas piernas torneadas que terminaban en dos delicados pies descalzos, apoyados sobre una plataforma de cerámica. La modelo debe haber sido una mujer muy parecida a la alucinación que tuve esta tarde, se dijo. Entonces sí, había una mujer y, tal vez, esa era la que él había visto en la playa. Quería creer que era real y se dijo que posiblemente había estado aletargado y por eso le pareció un espejismo. Era evidente que ella existía, no la había soñado, y ese pensamiento lo llenó de expectativas.
–¿Cuánto cuesta? –preguntó a la atareada cajera, sosteniendo la estatuilla en su mano.
–Treinta pesos –respondió la muchacha.
Matías sacó el dinero y pagó, mirando fascinado su adquisición, mientras la chica la envolvía en un liviano papel de tisú. La llevó en la mano, casi quemándole, por la necesidad de abrir el paquete y volver a verla y asegurarse otra vez de que la modelo era ella, la chica de la playa y de que estaba ahí.
Cuando llegó a su habitación ubicó la estatuilla sobre la mesa de luz. La figura miraba hacia un costado, como a algo lejano, la cabeza erguida y el cuello largo y perfecto hasta los pechos turgentes. La giró, pero todavía el gesto era distante. Matías admiró la habilidad del artista, capaz de tallar un rostro tan natural, casi como pintado en un lienzo.
Revisó la correspondencia y se dio un baño. Mientras se vestía, observaba la estatuilla de a ratos. Finalmente, bajó al comedor, tratando de sustraerse del ridículo hechizo de un figurín de madera. Eso es lo que es, se dijo, un bonito figurín de madera tallada que, por efectos de mi insolación, me está absorbiendo el seso.
En el comedor encontró a dos compañeros de la universidad que habían llegado al pueblo un rato antes y estaban esperándolo para cenar. Estuvieron de acuerdo en hacer al día siguiente una excursión en jeep por la costa de la laguna, hasta un famoso hotel europeo abandonado, construido por empresas alemanas antes del fin de la Segunda Guerra. Se decía en el pueblo que había sido edificado para recibir y esconder fugitivos de guerra y funcionó por unos años. Luego fue abandonado y quedó en pie en la costa, vacío, demasiado imponente para el lugar, nutriendo leyendas de fantasmas y complots internacionales, historias sin duda fomentadas por los operadores turísticos.
Al día siguiente amaneció ventoso. Se reunió con sus colegas pero hacia el mediodía el aire estaba tan contaminado con la sal que se levantaba de la costa que los tres tenían los ojos irritados y les ardía la nariz. La excursión se suspendió y decidieron regresar al hotel hasta que amainara. En la calle los peatones se apresuraban a buscar refugio y la sala y el bar del hotel estaban ya llenos de frustrados veraneantes.
–Se nos ha venido encima otra tormenta de sal –dijo la recepcionista, con el estoicismo del que conoce lo que va a suceder y sin inmutarse ante el grupo de turistas de Buenos Aires que hacían preguntas, exasperados por la interrupción de sus baños–. La tormenta tiene su ciclo, así que ármense de paciencia nomás.
–Serán dos días de pérdida, por lo menos –dijo uno de los compañeros de Matías, estudiando su teléfono celular–, seguramente se suspenderá la entrada de los ómnibus de larga distancia.
Se miraron con inquietud. Una demora así les atrasaría el trabajo que debían presentar para el proyecto de ley sobre las aguas y el manejo del caudal del río Dulce, que esperaban llevar al Senado en Buenos Aires.
Tras el almuerzo, los tres se reunieron a compilar datos y organizar papeles. Dos horas después habían terminado y Matías se quedó solo en el bar del hotel, mirando por la ventana la calle desierta y pensando en la experiencia del día anterior, a la que volvía continuamente, como si algo estuviese incompleto y necesitara revivirla una y otra vez, aunque sin entender por qué ni cómo.
Afuera el viento arremolinaba un polvillo de sal que parecía nieve fina. Matías imaginó el torbellino que se estaría levantando hacia lo alto, en espiral, hasta formar lentamente la pluma de sal que había estudiado tantas veces en fotos de la NASA, tan similar a un huracán en su forma y que cubriría la zona.
Pidió un café y trató de concentrarse en sus papeles. De pronto sintió la presencia de alguien a su lado. Con sorpresa reconoció a la hermosa mujer de su sueño y modelo de la estatuilla. Un temblor lo recorrió de la cabeza a los pies. Vaciló unos segundos y ella le sonrió con sus labios sensuales otra vez, como en la playa. Él se puso de pie.
–¿Puedo acompañarle un momento? –preguntó ella con un acento indiscernible.
–Por supuesto –dijo, sorprendido, acomodándole la silla.
Hubo un silencio embarazoso mientras ella se sentaba, cruzando sus esbeltas piernas. Matías volvió su atención a la cara de la bella desconocida. Dentro de su mente se cruzaban ideas encontradas. Era evidente que se trataba de la modelo de la estatuilla, pero no entendía por qué estaba ahí.
–¡Lo he sorprendido! No fue mi intención –dijo en un tono risueño, con una voz que a Matías le sonó musical–. Mi nombre es Mampa Anzenuza.
–Matías Lamberti –se presentó, tratando de componerse y mirándola hechizado, agregó–: Un gran gusto.
Con evidente intención y una chispa vivaz, los ojos verde-oscuro como las aguas de la laguna estaban fijos en los suyos.
En pocas palabras ella explicó que pertenecía a una familia muy antigua de esta zona, y que vivía del otro lado del mar, pero que estaba hospedándose en ese mismo hotel por unos días. La voz de Mampa fluía cálida, con el ondulante acento de los locales. Él, todavía sin entender bien por qué ella se le había acercado, pero tratando de ser cortés, comentó que era de Rosario y estaba de paso, trabajando con un proyecto hidrográfico.
–¿Me acompaña con un café? –preguntó, llamando al mozo.
–Un vaso de agua, gracias. Cuénteme sobre su trabajo. A todos los nativos de esta zona nos interesa saber de cualquier proyecto que se presente para conservar el caudal de nuestro mar.
Matías, que había tenido toda la intención de averiguar más sobre ella, se vio obligado a complacerla hablando de su trabajo de postgrado. Mampa parecía absorber cada palabra con gran interés, los ojos verdes atentos y expresivos, intercalando comentarios que denotaban un buen conocimiento de las riquezas naturales de la zona. Ella llevó la conversación hacia el flamenco andino, una variedad que Matías había estudiado y hablando de ellos los ojos de Mampa brillaron y su voz adquirió un tono urgente.
–El mar ha creado un alimento especial para nuestros flamencos.
Matías asintió. En Mar Chiquita, como en el Mar Muerto, hay un crustáceo de aguas saladas que les da ese profundo color rosado a las aves, haciéndolos una variedad distintiva de ambos mares.
–Sí, es vital que protejamos a los flamencos –insistió ella–. Son nuestro tesoro, el tesoro de nuestro mar. ¿Ha visitado ya los bañados donde desemboca el Río Dulce?
Él negó con la cabeza.
–Lléguese hasta los bañados. Allí podrá verlos en todo su esplendor. Bandadas majestuosas de cientos de flamencos volando al unísono, visitándonos una vez al año, después de volar distancias increíbles desde la cordillera de Los Andes.
Matías asintió distraído, considerando mentalmente cuándo sería apropiado preguntarle acerca del día anterior en la playa, pero lo desechó. No quería romper el hechizo de una charla tan seria para ella como inesperada para él. Ella se acomodó en la silla.
–Matías –dijo con suavidad pero con tono urgente. Él sintió que su corazón se aceleraba al escuchar su nombre en esa voz melódica–. El río está siendo mal manejado allá al norte, al pasar por Santiago del Estero, porque lo desvían hacia otras tierras, sin control. Estamos en una época de gran sequía y esas aguas son la vida de este mar.
Él asintió con la cabeza.
–Aunque llueva mucho a veces, –continuó ella– se acercan tiempos muy difíciles. Hay que hacer algo para que el mar no se convierta en una salina estéril, a la que las especies migratorias no podrán retornar, a la que los flamencos no volverán.
Estaba tensa, vibrando con una pasión de la que él no podía sustraerse y volvió inevitablemente a mirarla.
–No sé qué será de todos nosotros –continuó–, si el mar se convierte en una salina. Los pájaros migratorios no tendrán refugio. Las tormentas de sal sacudirán la zona hasta que sea inhabitable. Las lluvias escasearán y el mar morirá despacio. Tampoco tendrán dónde reposar los halcones peregrinos, que llegan todos los diciembres desde Alaska
Matías, conmovido, trató de explicarle que él estaba haciendo lo posible con este proyecto, pero que desde su posición no podía influenciar a nadie importante en forma directa. Ella negó con un gesto imperativo y le dijo con firmeza:
–Nunca se sabe a dónde puede llegar alguien con determinación y amor por lo que hace.
–Es verdad, nunca se sabe– aceptó él, sintiendo que lo único que le importaba era seguir mirándola. Hubiese querido que ese momento se prolongara para siempre, los dos así, ligados de una manera si bien incomprensible, para él avasalladora.
Los ojos verdes recuperaron la vivacidad y la chispa coqueta, como si estuviese leyendo sus pensamientos. El diálogo y la presencia de ella, todo tenía esa cualidad irreal que había notado desde el despertar en la playa. Con cortesía desvió la conversación hacia detalles de Miramar, tratando de saber más, pero fue poco lo que pudo averiguar. La invitó a cenar esa noche y ella aceptó con gesto complacido.
Se despidieron y la vio caminar hacia la escalera del hotel que subió con paso grácil y elegante, su oscura cabellera ondulante bajo las luces del salón. Notó otra vez que le temblaban las rodillas. Se había fijado que no usaba ningún anillo en los dedos. Solo un collar de piedras pequeñas y lustrosas, una artesanía local, sobre el discreto escote. Tal vez sea soltera, pensó esperanzado.
Matías subió a su cuarto, se dio un baño y llamó a sus compañeros para avisarles que esa noche iba a cenar con otra persona. Cuando bajó al comedor del hotel a la hora que habían acordado, ella no apareció. Esperó una media hora y, por fin, le preguntó al conserje de turno si es que había visto a la bella pasajera bajar de su habitación. El hombre lo miró con extrañeza.
–¿Cuál pasajera? No, no hay nadie hospedado aquí con ese nombre.
Disimulando su impaciencia, se fue al bar, donde el mismo empleado de la tarde estaba tras el mostrador.
–No, señor, no hemos visto a ninguna mujer como la que usted dice.
–No puede ser –insistió él–. Por favor, llame al mozo que me sirvió el café y le trajo agua a la señorita.
El mozo le aseguró que al llevarle el vaso Matías estaba solo, sentado frente a la ventana, y que la silla del otro lado de la mesa estaba vacía. Un temblor le corrió de pies a cabeza. Algo muy extraño estaba sucediendo. Turbado y sin encontrar explicación a lo que pasaba, se unió a la mesa de sus compañeros y cenó de mala gana algo liviano.
Esa noche apenas durmió a ratos y tuvo pesadillas. Se despertó con dolor de cabeza y ese día fue casi perdido, revisando notas mientras esperaban que amainara el viento. Matías apenas podía concentrarse en su trabajo, obsesionado con el extraño encuentro con Mampa. Por fin, al anochecer, la tormenta pasó y al día siguiente todo había vuelto a la normalidad. La playa estaba bañada por la sal que lentamente se mezclaría con la arena de la costa.
Montados en un gastado pero cómodo Land Rover y con un guía nativo locuaz al volante, se encaminaron hacia la desembocadura del Río Dulce. La belleza del paseo hasta los bañados los dejó sin aliento. Vieron bandadas de patos, cisnes, loros, garzas y algunos mamíferos chicos.
Matías preguntó al muchacho si conocía a una vieja familia de la zona, llamada Anzenuza. Después de pensar un poco, dijo que no, que no había ninguna familia con ese apellido. Aunque el nombre que le dieron a la laguna los Sanavirones antes de la llegada de los españoles era Mar de Anzenuza.
Para entonces el misterio de Mampa se había incrementado y Matías dudaba de su propia estabilidad mental.
El paseo incluía de regreso un almuerzo de sándwiches y sodas cerca del abandonado y supuestamente misterioso Hotel Viena. Almorzaron en mesas de camping a la sombra de inmensas palmeras, restos evidentes de una antigua y vasta parquización. El guía los llevó a recorrer los cuartos vacíos del edificio. Las ventanas todavía conservaban las persianas plegadizas originales y tenían balcones al mar. El guía explicó sucintamente:
–Esto fue un hotel de cinco estrellas construido en 1940 y abandonado sin ninguna explicación después de la segunda guerra mundial. Se dice que por las noches se han visto formas extrañas aparecer en los balcones, aunque fuera de hora el edificio permanece cerrado con llave.
Caminaron observando los cuartos vacíos y, en efecto, todo allí tenía un enigmático aire de abandono. Matías se separó del grupo y se asomó a una de las ventanas, para respirar la brisa, mirando la inmensa laguna con sus incesantes crestas blancas a unos cien metros, y la costa del otro lado, que apenas se divisaba.
–Estos son los predios de los Anzenuza –pensó, con un estremecimiento–. De Mampa Anzenuza, si es que en realidad ese es su nombre.
Aunque no estaba seguro, no podía saberlo, todo alrededor de ella había sido tan irreal. Volvió a asomarse y sintió el aire seco como una caricia en su frente afiebrada. Abajo, las piedras que llevaban a la costa estaban todavía salpicadas de sal. Una mujer caminaba descalza por la playa, la cabellera al viento y el cuerpo ondulante. Miró otra vez y reconoció a Mampa, con su paso flexible y las piernas que él había admirado tan de cerca en el hotel. Sin pensarlo levantó el brazo para saludarla y ella, como sabiendo que él estaba allí, cuando llegó a la altura del edificio se detuvo, miró hacia el balcón y le devolvió el saludo con la mano por un instante, para luego seguir su camino.
Matías quiso gritarle, pero comprendió que no podía escucharlo a tanta distancia. Salió del cuarto y bajó las escaleras saltando de dos en dos hasta la puerta que daba a la playa. Cuando llegó a la salida, bordeó el cartel plantado transversalmente que decía Gran Hotel Viena, Un Misterio Frente al Mar y corrió hacia las piedras que llevaban a la playa.(...)
-La cena es de siete a once -dijo ella
-Gracias -alcanzó a responderle, antes de salir al sol calcinante.
Sus compañeros de la universidad todavía no habían llegado a Miramar, pero como él tenía dos días libres antes de comenzar el proyecto, decidió aprovecharlos. El calor en la planicie donde está la laguna de Mar Chiquita no había amainado desde antes del mediodía, cuando bajó del ómnibus. Pero eso no le molestaba después de un par de trabajos de campo en la cordillera, donde el frío le había taladrado los huesos.
La playa estaba como siempre, llena de turistas que alternaban entre los baños de barro termal, las inmersiones en las pesadas aguas salinas y el refugio temporario de las sombrillas, para volver a la rutina del tratamiento. Bandadas de aves cruzaban a menudo por la zona, en un concierto de alas batientes, colores, chillidos o cacareos que llamaban la atención, fascinaban a los niños y motivaban a los fotógrafos aficionados.
Matías caminó largo rato buscando un sitio alejado y se tendió al sol, que reverberaba sobre la arena desde un cielo celeste blanquecino.
Enumeró mentalmente los pasos que iba a seguir con el grupo de trabajo para relevar el estado de las aguas y el caudal del afluente de la laguna, pero con la languidez de la tarde, el almuerzo reciente y el cansancio atrasado fue cayendo en un letargo liviano y grato.
De pronto sintió que alguien se reclinaba a su lado. Al abrir los ojos se encontró con un rostro bellísimo, enmarcado por una cabellera larga color castaño y una mirada verde profunda que lo escrutaba con atención. Todavía adormilado, se incorporó a medias y la vio retroceder levemente, sonriendo. Un estremecimiento lo recorrió entero y Matías se restregó los ojos.
-¿Sí? -preguntó, todavía un poco somnoliento, esperando que ella dijera algo.
Pero la mujer desapareció. Miró a su alrededor, ahora alerta, y notó que casi todos los turistas se habían marchado de la playa y los más cercanos se encontraban a metros de distancia. Era evidente que había dormido un largo rato.
Apoyó la cabeza sobre la toalla y, ahora bien despierto, se preguntó qué habría sido esa imagen tan clara que apareció frente a sus ojos, dudando de que fuese un sueño. Imaginó que con el intenso calor, bien podía estar insolándose y la muchacha ser un espejismo. Decidió buscar un lugar a la sombra y encontró un pequeño bar al aire libre, bajo los árboles. Mirando alrededor, con la inexplicable sensación de que tal vez podría encontrarla, pidió un jugo de frutas. No comprendía por qué se sentía tan inquieto. Seguramente había sido un sueño motivado por el intenso calor, que él había subestimado. En el espejo del bar notó que el sol lo había dorado bastante y con el tono de la piel su cabello parecía aún más claro. Por fin se encaminó al hotel para una cena temprana, todavía frustrado por la indefinible sensación de la extraña experiencia.
Cruzó las calles del pequeño centro comercial de la ciudad, al atardecer repletas de turistas. Revisó sin mucho interés algunos libros y en uno de los negocios de artesanías regionales se interesó un momento en una mesa con estatuillas. Una de ellas llamó su atención. La levantó, un poco sorprendido. Se trataba de una esbelta mujer cincelada en una madera clara, de unos veinte centímetros, pero lo que capturó su interés fue el rostro, familiar, y la cabellera que bajaba hasta los hombros.
Estoy volviéndome loco, debe ser la insolación, se dijo. Porque el rostro de la estatuilla se parecía notablemente a la mujer de la playa. La miró por largo rato encontrando detalles que no había llegado a ver antes; el busto erguido, la cintura esbelta y la falda que caía sobre la curva perfecta de las caderas para llegar a unas piernas torneadas que terminaban en dos delicados pies descalzos, apoyados sobre una plataforma de cerámica. La modelo debe haber sido una mujer muy parecida a la alucinación que tuve esta tarde, se dijo. Entonces sí, había una mujer y, tal vez, esa era la que él había visto en la playa. Quería creer que era real y se dijo que posiblemente había estado aletargado y por eso le pareció un espejismo. Era evidente que ella existía, no la había soñado, y ese pensamiento lo llenó de expectativas.
–¿Cuánto cuesta? –preguntó a la atareada cajera, sosteniendo la estatuilla en su mano.
–Treinta pesos –respondió la muchacha.
Matías sacó el dinero y pagó, mirando fascinado su adquisición, mientras la chica la envolvía en un liviano papel de tisú. La llevó en la mano, casi quemándole, por la necesidad de abrir el paquete y volver a verla y asegurarse otra vez de que la modelo era ella, la chica de la playa y de que estaba ahí.
Cuando llegó a su habitación ubicó la estatuilla sobre la mesa de luz. La figura miraba hacia un costado, como a algo lejano, la cabeza erguida y el cuello largo y perfecto hasta los pechos turgentes. La giró, pero todavía el gesto era distante. Matías admiró la habilidad del artista, capaz de tallar un rostro tan natural, casi como pintado en un lienzo.
Revisó la correspondencia y se dio un baño. Mientras se vestía, observaba la estatuilla de a ratos. Finalmente, bajó al comedor, tratando de sustraerse del ridículo hechizo de un figurín de madera. Eso es lo que es, se dijo, un bonito figurín de madera tallada que, por efectos de mi insolación, me está absorbiendo el seso.
En el comedor encontró a dos compañeros de la universidad que habían llegado al pueblo un rato antes y estaban esperándolo para cenar. Estuvieron de acuerdo en hacer al día siguiente una excursión en jeep por la costa de la laguna, hasta un famoso hotel europeo abandonado, construido por empresas alemanas antes del fin de la Segunda Guerra. Se decía en el pueblo que había sido edificado para recibir y esconder fugitivos de guerra y funcionó por unos años. Luego fue abandonado y quedó en pie en la costa, vacío, demasiado imponente para el lugar, nutriendo leyendas de fantasmas y complots internacionales, historias sin duda fomentadas por los operadores turísticos.
Al día siguiente amaneció ventoso. Se reunió con sus colegas pero hacia el mediodía el aire estaba tan contaminado con la sal que se levantaba de la costa que los tres tenían los ojos irritados y les ardía la nariz. La excursión se suspendió y decidieron regresar al hotel hasta que amainara. En la calle los peatones se apresuraban a buscar refugio y la sala y el bar del hotel estaban ya llenos de frustrados veraneantes.
–Se nos ha venido encima otra tormenta de sal –dijo la recepcionista, con el estoicismo del que conoce lo que va a suceder y sin inmutarse ante el grupo de turistas de Buenos Aires que hacían preguntas, exasperados por la interrupción de sus baños–. La tormenta tiene su ciclo, así que ármense de paciencia nomás.
–Serán dos días de pérdida, por lo menos –dijo uno de los compañeros de Matías, estudiando su teléfono celular–, seguramente se suspenderá la entrada de los ómnibus de larga distancia.
Se miraron con inquietud. Una demora así les atrasaría el trabajo que debían presentar para el proyecto de ley sobre las aguas y el manejo del caudal del río Dulce, que esperaban llevar al Senado en Buenos Aires.
Tras el almuerzo, los tres se reunieron a compilar datos y organizar papeles. Dos horas después habían terminado y Matías se quedó solo en el bar del hotel, mirando por la ventana la calle desierta y pensando en la experiencia del día anterior, a la que volvía continuamente, como si algo estuviese incompleto y necesitara revivirla una y otra vez, aunque sin entender por qué ni cómo.
Afuera el viento arremolinaba un polvillo de sal que parecía nieve fina. Matías imaginó el torbellino que se estaría levantando hacia lo alto, en espiral, hasta formar lentamente la pluma de sal que había estudiado tantas veces en fotos de la NASA, tan similar a un huracán en su forma y que cubriría la zona.
Pidió un café y trató de concentrarse en sus papeles. De pronto sintió la presencia de alguien a su lado. Con sorpresa reconoció a la hermosa mujer de su sueño y modelo de la estatuilla. Un temblor lo recorrió de la cabeza a los pies. Vaciló unos segundos y ella le sonrió con sus labios sensuales otra vez, como en la playa. Él se puso de pie.
–¿Puedo acompañarle un momento? –preguntó ella con un acento indiscernible.
–Por supuesto –dijo, sorprendido, acomodándole la silla.
Hubo un silencio embarazoso mientras ella se sentaba, cruzando sus esbeltas piernas. Matías volvió su atención a la cara de la bella desconocida. Dentro de su mente se cruzaban ideas encontradas. Era evidente que se trataba de la modelo de la estatuilla, pero no entendía por qué estaba ahí.
–¡Lo he sorprendido! No fue mi intención –dijo en un tono risueño, con una voz que a Matías le sonó musical–. Mi nombre es Mampa Anzenuza.
–Matías Lamberti –se presentó, tratando de componerse y mirándola hechizado, agregó–: Un gran gusto.
Con evidente intención y una chispa vivaz, los ojos verde-oscuro como las aguas de la laguna estaban fijos en los suyos.
En pocas palabras ella explicó que pertenecía a una familia muy antigua de esta zona, y que vivía del otro lado del mar, pero que estaba hospedándose en ese mismo hotel por unos días. La voz de Mampa fluía cálida, con el ondulante acento de los locales. Él, todavía sin entender bien por qué ella se le había acercado, pero tratando de ser cortés, comentó que era de Rosario y estaba de paso, trabajando con un proyecto hidrográfico.
–¿Me acompaña con un café? –preguntó, llamando al mozo.
–Un vaso de agua, gracias. Cuénteme sobre su trabajo. A todos los nativos de esta zona nos interesa saber de cualquier proyecto que se presente para conservar el caudal de nuestro mar.
Matías, que había tenido toda la intención de averiguar más sobre ella, se vio obligado a complacerla hablando de su trabajo de postgrado. Mampa parecía absorber cada palabra con gran interés, los ojos verdes atentos y expresivos, intercalando comentarios que denotaban un buen conocimiento de las riquezas naturales de la zona. Ella llevó la conversación hacia el flamenco andino, una variedad que Matías había estudiado y hablando de ellos los ojos de Mampa brillaron y su voz adquirió un tono urgente.
–El mar ha creado un alimento especial para nuestros flamencos.
Matías asintió. En Mar Chiquita, como en el Mar Muerto, hay un crustáceo de aguas saladas que les da ese profundo color rosado a las aves, haciéndolos una variedad distintiva de ambos mares.
–Sí, es vital que protejamos a los flamencos –insistió ella–. Son nuestro tesoro, el tesoro de nuestro mar. ¿Ha visitado ya los bañados donde desemboca el Río Dulce?
Él negó con la cabeza.
–Lléguese hasta los bañados. Allí podrá verlos en todo su esplendor. Bandadas majestuosas de cientos de flamencos volando al unísono, visitándonos una vez al año, después de volar distancias increíbles desde la cordillera de Los Andes.
Matías asintió distraído, considerando mentalmente cuándo sería apropiado preguntarle acerca del día anterior en la playa, pero lo desechó. No quería romper el hechizo de una charla tan seria para ella como inesperada para él. Ella se acomodó en la silla.
–Matías –dijo con suavidad pero con tono urgente. Él sintió que su corazón se aceleraba al escuchar su nombre en esa voz melódica–. El río está siendo mal manejado allá al norte, al pasar por Santiago del Estero, porque lo desvían hacia otras tierras, sin control. Estamos en una época de gran sequía y esas aguas son la vida de este mar.
Él asintió con la cabeza.
–Aunque llueva mucho a veces, –continuó ella– se acercan tiempos muy difíciles. Hay que hacer algo para que el mar no se convierta en una salina estéril, a la que las especies migratorias no podrán retornar, a la que los flamencos no volverán.
Estaba tensa, vibrando con una pasión de la que él no podía sustraerse y volvió inevitablemente a mirarla.
–No sé qué será de todos nosotros –continuó–, si el mar se convierte en una salina. Los pájaros migratorios no tendrán refugio. Las tormentas de sal sacudirán la zona hasta que sea inhabitable. Las lluvias escasearán y el mar morirá despacio. Tampoco tendrán dónde reposar los halcones peregrinos, que llegan todos los diciembres desde Alaska
Matías, conmovido, trató de explicarle que él estaba haciendo lo posible con este proyecto, pero que desde su posición no podía influenciar a nadie importante en forma directa. Ella negó con un gesto imperativo y le dijo con firmeza:
–Nunca se sabe a dónde puede llegar alguien con determinación y amor por lo que hace.
–Es verdad, nunca se sabe– aceptó él, sintiendo que lo único que le importaba era seguir mirándola. Hubiese querido que ese momento se prolongara para siempre, los dos así, ligados de una manera si bien incomprensible, para él avasalladora.
Los ojos verdes recuperaron la vivacidad y la chispa coqueta, como si estuviese leyendo sus pensamientos. El diálogo y la presencia de ella, todo tenía esa cualidad irreal que había notado desde el despertar en la playa. Con cortesía desvió la conversación hacia detalles de Miramar, tratando de saber más, pero fue poco lo que pudo averiguar. La invitó a cenar esa noche y ella aceptó con gesto complacido.
Se despidieron y la vio caminar hacia la escalera del hotel que subió con paso grácil y elegante, su oscura cabellera ondulante bajo las luces del salón. Notó otra vez que le temblaban las rodillas. Se había fijado que no usaba ningún anillo en los dedos. Solo un collar de piedras pequeñas y lustrosas, una artesanía local, sobre el discreto escote. Tal vez sea soltera, pensó esperanzado.
Matías subió a su cuarto, se dio un baño y llamó a sus compañeros para avisarles que esa noche iba a cenar con otra persona. Cuando bajó al comedor del hotel a la hora que habían acordado, ella no apareció. Esperó una media hora y, por fin, le preguntó al conserje de turno si es que había visto a la bella pasajera bajar de su habitación. El hombre lo miró con extrañeza.
–¿Cuál pasajera? No, no hay nadie hospedado aquí con ese nombre.
Disimulando su impaciencia, se fue al bar, donde el mismo empleado de la tarde estaba tras el mostrador.
–No, señor, no hemos visto a ninguna mujer como la que usted dice.
–No puede ser –insistió él–. Por favor, llame al mozo que me sirvió el café y le trajo agua a la señorita.
El mozo le aseguró que al llevarle el vaso Matías estaba solo, sentado frente a la ventana, y que la silla del otro lado de la mesa estaba vacía. Un temblor le corrió de pies a cabeza. Algo muy extraño estaba sucediendo. Turbado y sin encontrar explicación a lo que pasaba, se unió a la mesa de sus compañeros y cenó de mala gana algo liviano.
Esa noche apenas durmió a ratos y tuvo pesadillas. Se despertó con dolor de cabeza y ese día fue casi perdido, revisando notas mientras esperaban que amainara el viento. Matías apenas podía concentrarse en su trabajo, obsesionado con el extraño encuentro con Mampa. Por fin, al anochecer, la tormenta pasó y al día siguiente todo había vuelto a la normalidad. La playa estaba bañada por la sal que lentamente se mezclaría con la arena de la costa.
Montados en un gastado pero cómodo Land Rover y con un guía nativo locuaz al volante, se encaminaron hacia la desembocadura del Río Dulce. La belleza del paseo hasta los bañados los dejó sin aliento. Vieron bandadas de patos, cisnes, loros, garzas y algunos mamíferos chicos.
Matías preguntó al muchacho si conocía a una vieja familia de la zona, llamada Anzenuza. Después de pensar un poco, dijo que no, que no había ninguna familia con ese apellido. Aunque el nombre que le dieron a la laguna los Sanavirones antes de la llegada de los españoles era Mar de Anzenuza.
Para entonces el misterio de Mampa se había incrementado y Matías dudaba de su propia estabilidad mental.
El paseo incluía de regreso un almuerzo de sándwiches y sodas cerca del abandonado y supuestamente misterioso Hotel Viena. Almorzaron en mesas de camping a la sombra de inmensas palmeras, restos evidentes de una antigua y vasta parquización. El guía los llevó a recorrer los cuartos vacíos del edificio. Las ventanas todavía conservaban las persianas plegadizas originales y tenían balcones al mar. El guía explicó sucintamente:
–Esto fue un hotel de cinco estrellas construido en 1940 y abandonado sin ninguna explicación después de la segunda guerra mundial. Se dice que por las noches se han visto formas extrañas aparecer en los balcones, aunque fuera de hora el edificio permanece cerrado con llave.
Caminaron observando los cuartos vacíos y, en efecto, todo allí tenía un enigmático aire de abandono. Matías se separó del grupo y se asomó a una de las ventanas, para respirar la brisa, mirando la inmensa laguna con sus incesantes crestas blancas a unos cien metros, y la costa del otro lado, que apenas se divisaba.
–Estos son los predios de los Anzenuza –pensó, con un estremecimiento–. De Mampa Anzenuza, si es que en realidad ese es su nombre.
Aunque no estaba seguro, no podía saberlo, todo alrededor de ella había sido tan irreal. Volvió a asomarse y sintió el aire seco como una caricia en su frente afiebrada. Abajo, las piedras que llevaban a la costa estaban todavía salpicadas de sal. Una mujer caminaba descalza por la playa, la cabellera al viento y el cuerpo ondulante. Miró otra vez y reconoció a Mampa, con su paso flexible y las piernas que él había admirado tan de cerca en el hotel. Sin pensarlo levantó el brazo para saludarla y ella, como sabiendo que él estaba allí, cuando llegó a la altura del edificio se detuvo, miró hacia el balcón y le devolvió el saludo con la mano por un instante, para luego seguir su camino.
Matías quiso gritarle, pero comprendió que no podía escucharlo a tanta distancia. Salió del cuarto y bajó las escaleras saltando de dos en dos hasta la puerta que daba a la playa. Cuando llegó a la salida, bordeó el cartel plantado transversalmente que decía Gran Hotel Viena, Un Misterio Frente al Mar y corrió hacia las piedras que llevaban a la playa.(...)